Los espantos se mudaron del campo a la ciudad, desplazados por la soja

Los espantos santiagueños ya no vivimos en lo más profundo de los montes, primero porque nos vinimos a vivir a la ciudad para que los chicos vayan a la escuela, a la Universidad y segundo porque ya no hay bosques. Algunos inversores dejaron unas lonjas que llaman “cortinas forestales” y otros plantaron eucaliptos, porque creen que así sus campos se van a parecer a la pampa húmeda, vé po vos. Con los campesinos emigramos también nosotros. Nos mandamos a mudar de un lugar que ya no era nuestro: si faltaba el bosque no teníamos razón de ser. En los pueblos la gente mira en la televisión los peores horrores, cuando se topaban con nosotros, saliendo de noche, de atrás de un pastizal se reían. Decían que la luz mala era el fósforo de los huesos de animales muertos, el alma mula, un gracioso que salía a revolear cadenas de noche, la mujer de blanco, alucinaciones de changos faltados de amor femenino. Pero sale cualquier prostituta a mentirles lo que sea por la tele y le creen como si fuera la verdad revelada. Ahora en los barrios de cualquier ciudad de Santiago hallamos un poco de cobijo, no era vida la que llevábamos en esos campos pelados, pura soja, trigo y glifosato. Éramos seres de las sombras, pero sin sombras. Antes de eso, de día nos cubríamos del sol bajo algún algarrobo o nos metíamos en medio de los garabatales para escapar de los perros, de noche salíamos a las represas a tomar agua o teníamos juegos que nos venían desde que asustábamos a los indios cuando se animaban a salir de sus tolderías y andaban solos por estos campos. El kakuy, el tigre y el hualo eran amigos nuestros, nos tratábamos con respeto. Pero hoy en día, cuando nos juntamos a conversar en las esquinas de las ciudades, no preguntamos dónde andarán sino cómo habrán terminado. Es cierto que los campesinos mataban animalitos del bosque, por ahí una corzuela, una perdiz, una liebre o un chancho del monte. Pero cazaban para comer, no por diversión y menos por lujo. Además, un animalito de ese tamaño, era justo y necesario, para que no se les eche a perder, porque ni la electricidad les llegaba para tener una heladera. No éramos malos. En cierta forma cumplíamos lo que ahora le llaman una función social. Cuando los changos volvían machados del baile, los hacíamos asustar para que no siguieran tomando. Les salíamos de atrás, nos cruzábamos les hacíamos espantar el burro. Al lado de lo que hacen ahora a la salida de los boliches, era juego de chicos. Cuando estaban con la tranca, se amenazaban con hincarse con un cuchillo, pero pocas veces lo hacían, había otro respeto, otra vida, otra educación. Los pueblos a los que hemos venido a vivir ya no son los mismos. En esos tiempos, en el almacén, que se llamaba “El Luchador”, o “Tienda Rosita” o “Doña Tere”, había un palenque para que los paisanos ataran los fletes, el sulky. Sólo el médico, el comisario y un bolichero tenían auto. Ahora los almacenes de la campaña te lo tienen nombres en inglés, casi todos se llaman “Sale” y hasta el gaucho más infeliz, tiene motocicleta enduro último modelo. Es un problema criar un caballo en los pueblos, hay que hacerlo comer alfita y maíz, darle agua, sacar la suciedad todos los días y llevarla lejos porque hace moscas y los vecinos se van a quejar con justa razón. Además en la moto se llega en veinte minutos lo que a caballo le lleva una mañana o quizás más. A veces de noche salimos a espantar a las parejas que se hacen arrumacos a la sombra gemebunda de la tapia de un baldío. Pero no se asustan, casi siempre el chango caza el celular y llama a los amigos y la chica trata de filmarnos con una mano mientras con la otra se acomoda la lencería. El otro día mi señora me retó, me ha pedido que no lo haga más, no vaya a ser que uno de estos días me tope con mi hija, que vuelve tarde del profesorado y se hace acompañar por un compañerito: “Qué papelón vas a pasar si te reconoce”, me ha dicho. Al parecer el mundo odia las plantas, el Mato Grosso es una plantación enorme de soja, lo mismo el chaco salteño; las selvas bolivianas y paraguayas se han perdido detrás del nuevo oro verde que hace perder el juicio a los empresarios de las ciudades y los lleva a terminar con los pájaros, las hormigas, los sapos y las ranas, la víbora ampalagua, el cuervo y el loro de los altos quebrachos, la chuña, el crespín, la ckellu sisa y el hediondo añatuya. Nada deja en pie el ansia de dinero, ni siquiera el bosque, que era nuestra casa y el cimiento del hogar de los hijos del sojero que algún día, cuando les falte el agua o el sol los calcine al salir a la calle, lamentarán amargamente en su palacio de oro,el daño que provocó su padre. A nosotros no nos matarán del todo, siempre estaremos presentes aunque sea asustando un tractorista moderno que, al sembrar en semejantes máquinas, una noche sin luna, es posible que se tope con una sombra rara que lo haga torcer la melga. Seremos nosotros, haciéndole burla a la innovación del motor a explosión,mofándonos del espíritu de este siglo XXI, falaz y descreído, mandando a la puta madre que la parió a la modernidad, que vino solo para jodernos la perra vida. ©Juan Manuel AragónLeer más notas de Juan Manuel Aragón