Belgrano en la patria del calicanto celeste

He caminado de nuevo por la vieja casa, no la de ahora irreconocible y carcomida por el odio que el tiempo depositó sobre ella, sino la otra, la recién pintada del tiempo de los abuelos, con una coca tres cuartos a la siete de la tarde, antes de la cena, y sanguchitos de queso y mortadela tan ricos. Me ubiqué en la misma sillita pequeña en la que nos sentábamos y acaricié mi taza amarilla. Estaba mi abuelo, su pijama celeste, mi abuela de batón floreado, mi hermana con el pelo amarillo perdido en el tiempo aquel, cuando se borraron los recuerdos para convertirse en presente, y la tarde colorada poniéndose del lado de los palos borrachos. Los coyuyos rezaban unánimes en la oración del pago.
La casa tenía dos galerías, una daba al naciente y la usábamos a la tarde otra daba al poniente y era fresca en la mañana. Había unos cuantos paraísos, eucaliptos, naranjos agrios, mandarinos, árboles blancos, higueras, un olivo bajo cuya sombra jugábamos a los soldaditos, granadas, caña tacuara y hasta un tarco que azulaba los setiembres. También teníamos una rosa laurel que regaba mi abuela. Ahora que lo pienso, justo cuando dejó de cuidarla porque se había muerto, la planta también se perdió para siempre. Si mal no recuerdo, en el recuento de daños quedaron unas tunas a la orilla del alambrado del lado de allá. En el comedor se habían ido agregando los cuadros de los antepasados. En una foto, mi bisabuelo, barba candado, a su lado sentada, la bisabuelita y desparramados a su alrededor, los hijos, todos con esas caras que fuimos heredando nosotros y los primos, hasta los que no conocíamos bien y de tanto no saber que existían, cada vez que los nombraban creíamos que eran parientes lejanos.
Cerca de la casa, al lado del pozo surgente, había un calicanto que se llenaba con agua cristalina en el verano. Ahí aprendimos a jugar al sapito y a zambullirnos. Una vez que fui con una novia que finalmente me dejó, como hicieron todas con buen tino, nos bañamos muy amablemente. Mientras las estrellas caminaban rumbo al poniente, le mostré que sabía hacer el submarino atómico, sólo para que sus suspiros quedaran adheridos a los tucutucus que alumbraban nuestro amor. De todas maneras, estoy convencido de que esa casa se olvidó de mí hace mucho. Pero siempre la recuerdo y en ocasiones, simplemente vuelvo. Anoche pegué una vueltita por ahí, entré por la pieza que le decíamos de los colchones y me mandé un sueñito. Nunca me he ido, siempre estoy volviendo, pienso que si hay algún fantasma que da vueltas por entre esas paredes descascaradas, debo ser yo, que anda espantando por anticipado. Si, como decía Walter Benjamin, la patria es la infancia, soy Belgrano.Juan Manuel Aragón Leer más notas de Juan Manuel Aragón ©eldiario24.comTags
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