El Carlito en la clase media de la gastronomía de los bares

Oda al Carlito, llamado tostado en otras partes, eterno tentempié de bares y confiterías, expresión máxima del “ni muy muy, ni tan tan”, gloria a él mañana, siesta, tarde y noche, ideal para regímenes bajas calorías, a saber, pan de miga, queso de máquina, paleta sanguchera y un leve aroma a mayonesa o manteca como secreto culinario, sumado al inevitable tostado, de una máquina justamente llamada carlitera y ¡vualá, amigos!, con esos pocos ingredientes ya tenéis un piscolabis para las horas que no merecen una comida hecha y derecha sino más bien un bocadillo que mitiga un poco la languidez, esa sensación de estómago vacío que se siente a veces cuando no se ha desayunado y el tiempo apremia algo para engañar al bagre que pica en el estómago. Uf, largo párrafo, punto y aparte. Dicen que la clase media es la que hace andar el mundo, la que trabaja por la mañana, compra a la tarde y a la noche la televisión le avisa en qué debe gastar la plata al otro día, la que cumple con sus obligaciones, paga sus impuestos y no duerme cuando tiene una deuda que se le yapó con otra y no le alcanza para pagar ninguna de las dos, la que manda a sus hijos a estudiar porque es el único patrimonio que tendrán cuando se vaya para el otro mundo. La clase media nunca vive una dicha demasiado buena pero tampoco la pasa tan mal y por eso en esta parte de la oda debería haber unas cuantas estrofas que la nombren, la hagan sentir bien, la halaguen y le digan que es el motor de la economía y del mundo. La infantería de las batallas, el árbol blanco de los santiagueños, la Crisóstomo de todas las ciudades del mundo, que parte del bajo y en línea recta llega hasta Chile sin que nadie ni nada la haga superior al resto. Ni inferior. El Carlito también está a mitad de camino entre un suculento almuerzo regado con vino tinto y un magro desayuno de mate cocido y tostadas. Es el justo medio, el miti y miti con una gaseosa helada, un poco descansando y otro poco a las apuradas en un bar cualquiera, con el quesito caliente que se estira cuando se lo bocadea porque está allegro ma non troppo, con el regusto amargo del quemado porque el cocinero en ese momento pensaba en otra cosa y lo sacó antes de que comenzara a arruinarse del todo.
Ah, el Carlito, en la mitad de la tabla siempre, nunca peleó el descenso ni tampoco aspiró a la Libertadores, siempre ahí, quieto, a precio moderado, lejos del lomito suculento, de la apetitosa hamburguesa, esperando el cliente que mire por la ventana del bar la gente que pasa, comiéndolo con desgano, mirando indiferente su triangular forma, cortado a las apuradas, el café humeante, despidiendo su fuerte, casi agria fragancia colombiana. Y después limpiarse la boca con una servilletita de papel, de esas que usaban los changos para modelar flores a las novias o filitos que solían tener.
Pagar, mandarse a mudar.Juan Manuel Aragón Leer más notas de Juan Manuel Aragón ©eldiario24.com