Al Bonora no lo vendieron para mortadela

Al cabo de los años el Lucero se fue haciendo cada vez más viejo, más chacado. La última vez que fui era una sombra de lo que había sido. De todos los caballos de mi abuelo, ese maceta oscuro con una estrella en la frente, como los de Florencio Molina Campos, había sido el primero que me adjudicaron, el último escalón de la tropilla, el más manso y tranquilo de todos. En el primer lugar, allá, arriba, inalcanzable, figuraba el moro de mi tío Emiliano, supuestamente medio redomón todavía y, a ojos de los chicos, hermoso, casi un flete de sueños. Después fui subiendo en la escala, el Petiso Viejo, el Petiso Nuevo, el Potrillo y un verano entero me tocó el Bonora, un overo rosado que había sido parejero en cuadreras de hacha y tiza, con suerte diversa. El moro mi abuelo lo vendió a un mortadelero, de los que llegaban de tanto en tanto, junto a una yeguada que no le servía para nada: animales que se iban tras la madrina, tomaban agua en los pueblos vecinos y se perdían en el camino. Una vez que volvieron a tomar agua al pago, los encerró en un cerquito y cuando acordaron precio, chau, los vendió a todos.
Bonora le había puesto al caballo, porque lo había comprado a un tal Bonahora, de Tucumán. En ese tiempo, decir que uno tenía un flete de ese hombre, era más o menos como si ahora hubiera andado en un auto importado. Corrió media docena de cuadreras, llevaba dos puestas, una perdida y dos ganadas. Y esa vez le tocó contra el zaino de Pushi, dicen que era ligerón también. La cuestión es que cuando estaban llegando a la raya, Matías Llodrá, padre de Miguel, el chango que lo cuidaba, ubicado atrás, creyó que había perdido. Entonces salió corriendo, mientras gritaba: “¡Puesta!, ¡puesta!”. El juez, que era amigo de los otros, lo vio ganar al Bonora, pero si uno de los interesados gritaba que habían llegado al mismo tiempo, no iba a oponerse. Ahí nomás marcó puesta.
Y se terminó la carrera del Bonora. A veces cuando sueño con el campo aquel, suelo verlo bajar al Bonora, por una senda del potrero del abuelo Andrés —del que alguna vez hablaremos— con un aire cansado, viejo, vencido. Toma agua en el bebedero, me mira largamente, sale al trotecito, como si creyera que lo voy a pillar para ensillarlo de nuevo y desde la orilla del monte, me vuelve a mirar curioso. A ninguna comida le hago asco, todas me gustan. Pero si lo hubieran vendido al Bonora, nunca más en mi vida habría comido mortadela de nuevo.