Un frustrado campo de amapolas preparó el tío para los gallos

Un año descubrimos que el tío Vichi había hecho desmontar media hectárea del campo de mi abuelo, cerca de la casa, pero por un camino que casi nunca usábamos. Dijo que quería sembrar maíz pishinga para los gallos de riña y, como a nosotros nos gustaban las riñas, seguramente nos opondríamos. ¿Por qué no había mandado a desmontar a continuación del cerco grande?, porque lo usaríamos para sembrar lo de siempre, maíz, anco, sandías, melones. Y quería un espacio exclusivo para él. La comida de sus gallos era lo que más le interesaba.
La cuestión es que estaba tan a trasmano su terrenito, que era difícil llegar con el arado de mancera, mucho menos con el tractorcito. Ese espacio abierto en medio del bosque era tan sospechoso, que pasamos a llamarlo el campito de amapolas del tío Vichi. Al tiempo se hizo un polear, a los tres años crecían puras breas que con sus espinas desnudaban al cristiano que intentaba cruzarlo. Y recién a los 10 años retomó su fisonomía de bosque santiagueño hecho y derecho. Alguna vez le hablaré mejor de aquel tío que aparecía y desaparecía del pago cada cierto tiempo, mujeriego, tomador, jugador, un maestro de la taba y también un lector voraz y con provecho, porque tenía un vocabulario florido y simpático. Los gallos y las morochas eran sus grandes amores, pero puesto a elegir decía que se quedaba con los bípedos con plumas.
Un año que mi abuelo juntó un poco de plata, decidió agrandar los límites del cerco primigenio: contrató hacheros en el pueblo vecino, midió el terreno que trabajarían y dejó intocado el campo de amapolas. Nunca supimos si era porque el trabajo se encarecería por lo arduo de aquel bosque apretado o para darle una lección al tío Vichi. Cuando volvió de una de sus andanzas y descubrió que justo el lugar de su cerco de maíz pishinga seguía siendo un bosque impenetrable, se largó a reír a las carcajadas. Esa noche estuvo alegre en la cena. A la madrugada llovió, pero ya no estaba en la casa. El agua tapó sus rastros, por eso no supimos que rumbo tomó. La cuestión es que no lo vimos nunca más.