Cuando fue que el hermoso pago de San Isidro se hizo soja

Yo he conocido San Isidro, en el departamento Jiménez, de Santiago del Estero, del Bobadal al naciente. Era un pago lindo, había tres o cuatro casas. Una siesta con los amigos, fuimos a un campeonato de fútbol. Yo no jugaba, soy muy patadura, así que aproveché para mosquetear por todos lados. Había corrales, dos o tres cercos de ramas sembrados con maíz, anco, sandía, divisé al menos un potrero y también había un surgente cerca de la cancha, donde los changos se bañaron después del último partido. A la noche hubo un baile bastante concurrido. Fue gente de todas partes. Hubo un detalle curioso, no se alumbraron con lámparas Radiosol, sino que llevaron un generador para tener electricidad y con eso tuvieron buena luz, música y bebidas frías. Estuvo lindo, como a las tres de la mañana volvimos.
Después anduve otra vez, en la casa de un viejo que hacía obras. Le compré unas hermosas riendas que me duraron muchísimos años y durante toda la hora observé disimuladamente a la hija del hombre, una morocha que partía los quebrachos con solo mirarlos. El lugar estaba igual a como lo recordaba, casas más, casas menos, como dicen. En eso, la vida me distrajo en otros paraderos y no regresé durante veinte años a los lugares que antes habían sido míos. Cuando volví estaba todo cambiado, había nueva gente, los amigos solteros en aquel tiempo ahora tenían hijos grandes, nietos, una vida hecha y derecha y la cabeza blanca como alpargata de pintor. Igual que yo, por otra parte.
Un día tuve que ir al naciente y me llevaron en camioneta. Pregunté por San Isidro. “Acabamos de pasar por ahí”, me dijo uno. Pero no recordaba haber visto nada. Me contaron entonces que todo ese lugar ahora era soja. Las casas, los horcones, los chiqueros, los patios, los cercos, los sembrados, el guayacán a cuya sombra se sentaron generaciones a matear, la cancha de fútbol, los corrales, los palenques, los caminitos que iban de casa a casa, se habían hecho soja. Un gringo de apellido italiano, dueño de una empresa de colectivos de Tucumán compró San Isidro, les regaló a los ocupantes, como les dijeron entonces, una pequeña lonja de tierra, alambró el resto, no dejó un árbol en pie, siquiera para que hicieran nido las palomas, y sembró soja. No quedó ni el recuerdo de lo que antes era. Después no hubo ni siquiera una señal para acordarse de que aquí vivía el abuelo, más allá los tíos y del otro lado del montecito los vecinos. En un mar verde verdísimo de una soja siempre extraña y ajena, se esfumaron cientos de miles de recuerdos que quizás venían desde el tiempo de los indios, se fue para siempre una historia que nunca se recuperará ni volverá a repetirse. Malaya triste destino, los paisanos argentinos.