Vida de Evaristo Reyes, santiagueño de antes

Evaristo Hipólito Reyes se va de Santiago a los 14 ó 15 años, cuando llega la noticia de la Primera Invasión Inglesa a Buenos Aires, según cuentan los descendientes. El padre lo despide con un saludo seco: “Usted ya es un hombre” y una palmada en el hombro. Allá se cobija en la casa de unos parientes lejanos. Todo había pasado, pero igual se queda: había conseguido un conchabo en un comercio. En la segunda invasión es parte del Batallón de Granaderos de Fernando VII y, cuando termina la batalla, el virrey Santiago de Liniers lo felicita en persona. Los parientes muestran unos papeles amarillentos que prueban su bravura en estos y otros combates. Al parecer en esos tiempos se vivía de prisa: pocos llegaban a viejos, tenían que hacer todo a la disparada porque se morían en cualquier momento por una infección que ahora se soluciona con una pastilla, la gangrena de una herida de una chuza herrumbrada o una simple y común apendicitis. La muerte quedaba en la esquina de la vida cualquier joven. En 1812 ya es granadero de José San Martín y figura en la lista de los soldados que combate en San Lorenzo. Según cuenta José Pacífico Otero, detallado biógrafo sanmartiniano, se destaca por su coraje a toda prueba. Vuelve al norte cuando el Segundo Triunvirato envía a San Martín a reemplazar a Manuel Belgrano. De paso por Santiago, visita a sus padres. Entonces conoce a Clara Inés Gramajo de quien se enamora; se compromete. Luego su rastro se pierde o la información que se tiene es difusa o poco comprobable. Hay constancia de que está en Rancagua cuando San Martín convierte a su ejército en una banda de irregulares, decidido a marcharse al Perú, entonces capital de los americanos, dispuesto a comenzar la empresa que lo llevaría a la gloria y en la cual finalmente fracasa.
Durante una las tantas batallas en tierra de los incas, los realistas lo toman prisionero y lo ponen preso en la fortaleza del Callao. Se escapa y es condenado a la horca, en una sentencia que debía cumplirse donde lo hallasen, pero es escurridizo, no lo encuentran. Tras largas penurias y cientos de peripecias, vuelve a Santiago, se casa con Clara y decide retirarse de la vida militar. Tiene tres críos, Clara Rosa, Inés María y Onésimo, al que llaman así por haber nacido el 16 de febrero, día de este santo. Un hijo o un nieto de Onésimo sería luego capataz de una finca de Adolfo Ruiz en el departamento Banda. Sus descendientes han proporcionado generosamente la información para armar esta crónica. Pero pide expresamente que no se los nombre como condición para contar la vida del abuelito, como lo llaman en la intimidad. Sus cartas, una medalla con su nombre casi borrado, viejos, amarillentos y quebradizos decretos manuscritos dan cuenta de las peripecias de Evaristo Reyes y son atesoradas por sus descendientes con celo quizás exagerado. Un antiguo sable enmohecido, puesto como adorno en el living de la casa de uno de ellos, es el único objeto que guardan del ilustre pariente. Ya en Santiago, en una ocasión se bate a duelo con Francisco Ibarra, a quien hiere en el rostro, asunto olvidado por la historiografía oficial y obviado por los revisionistas. El episodio ha sido consignado en uno de los tantos textos que permanecen inéditos, de Orestes Di Lullo. Los parientes lo saben por tradición, ya que el ilustre médico santiagueño mostró a algunos la parte del libro que consigna este hecho. Como consecuencia de aquel lance el hermano de Felipe Ibarra queda con el mote de “Cara Cortada”. Lo buscan para someterlo a la justicia. Pero a uña de caballo huye a Chile. Pasa penurias hasta que logra emplearse en una tienda de abarrotes en La Serena. Desde allí manda unos pesos a la mujer y los hijos, que en Santiago han sido socorridos por un sacerdote español, Manuel del Carmen Hernández, que les da cobijo en la Catedral. Este sacerdote, apodado el “Cojudo Andaluz” es el fundador de una larga familia que puebla con felicidad estas tierras desde entonces.
Enfermo de fiebre reumática, envía una carta a Felipe Ibarra pidiéndole perdón y rogándole que lo deje volver de su exilio chileno. En su respuesta de cuatro secas líneas, el caudillo santiagueño responde que no recuerda su nombre ni sus señas particulares ni las circunstancias de su huida. Teme una trampa grosera, pero igualmente regresa. Recupera una propiedad que había sido de sus mayores, al norte de la ciudad; construye una casa. Al año de volver, la vida lo alcanza mientras anda boleando suris, al norte de Huaico Hondo. Está muerto antes de terminar de caer. El flete que monta tropezó en una vizcachera. Es el 12 de octubre de 1826. Al morir tiene 35 años, toda una vida. Tecleo estas líneas, sentado frente al blanco monitor de la computadora, mientras el albor de abril empieza a teñir la madrugada de mi patio de malvones, sagitarias y rosas chinas. Espero haber trascrito fielmente el relato que se me confió. De todas maneras, si algo de este pobre artículo no concuerda con lo que sucedió en la realidad, la culpa obviamente habrá sido de mi falta de memoria para recordar en detalle, lo que me contaron y de mi desconocimientos acerca de la historia argentina, que me impidió tratar de forma correcta los pocos apuntes que tomé en mis conversaciones con la familia Reyes. Voy a preparar el primer mate dela mañana. Tengan un buen día. ©Juan Manuel Aragón Leer más notas de Juan Manuel AragónTags
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