El humilde sabor de un postre rico y rendidor

No es humilde el postre vigilante, suelen ser humildes quienes lo comen, que no es lo mismo. Será por eso que en muchos de los grandes restaurantes internacionales del mundo, no lo tienen en sus cartas, no lo conocen o directamente no lo quieren entre sus platos dulces. Es tan rico que incluso lo comen con placer y fruición, quienes sostienen que no les gusta mezclar lo dulce con salado, lo que lo convierte en un plato en las fronteras mismas del gusto. Como cualquiera sabe, el postre vigilante consta de a) queso
b) dulce de batata. El queso tiene que ser el llamado queso de máquina, aunque en algunas casas, las madres lo hacen con el cremoso o cuartirolo, más barato y por lo tanto más rendidor también. El mejor dulce es el común, que suele venir en lata, aunque también se acepta el chocolatado. Pero no pida el que viene con frutita que es medio incomible, perdone la expresión.
Si bien las madres aconsejan que se coma con cuchillo y tenedor, lo cierto es que uno de los placeres más grandes la gastronomía mundial es agarrarlo con la mano, lo mismo que las empanadas, el kipi, el pollo, el lechón al horno, la milanesa, la costilla del cabrito. Por lo general un postre vigilante viene bien luego de un guiso de arroz con menudos de pollo o un buen pucherito, regado de vino tinto o al final de un asado con achuras, carne, chorizos, morcillas y bigotes de león. Por hacer economía algunas madres suelen cortar el dulce y el queso en fetas finitas, leves, transparentes, mezquinas, que hacen que este postre se acabe ni bien se lo empezó. En esos casos se recomienda armarse de paciencia y esperar la siesta para, cuchillo en mano, atacarlo en la heladera y darse el desquite que la hora del postre no proporcionó. Para degustar este manjar se requiere una especial sensibilidad. Una vez puesto en la boca, hay que mirar hacia el interior, irse a un paisaje bucólico, como una siesta de invierno en un patio de tierra, cabeceando de sueño en un catre de tiento, bajo la pelada sombra del paraíso, oyendo el agua pegar contra un calicanto celeste. Y la voz de tu abuela conversando en voz baja con tu madre, remendando pantalones, pasándose recetas de niños envueltos. Oremus. ©Juan Manuel Aragón Leer más notas de Juan Manuel AragónTags
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