Tal vez la decadencia se revierta con buenas maneras, sin groserías

Por El Diario 24 — 17 de noviembre de 2020 en Argentina
Tal vez la decadencia se revierta con buenas maneras, sin groserías

¿La vida imita el arte o el arte imita la vida? Vieja cuestión, amigos. Cuando la flor de un jarrón es muy linda, si es de verdad, mucha gente dirá “parece de plástico”; si es de plástico, al revés, la juzgarán verdadera. A veces se vé justamente lo que es. Pero en ocasiones, como en las composiciones magistrales de Salvador Dalí, se observa algo y es otra cosa. En los tiempos de antes, los locutores y conductores de la radio y la televisión, tenían conciencia de estar haciendo docencia con sus palabras, no explícitamente, obvio. Estaban al tanto del poder de sus pensamientos y se cuidaban de decir groserías. Sus oyentes o televidentes no les perdonarían una chabacanería cualquiera, por más que fuera común en el lenguaje de la calle. Grandes locutores de Buenos Aires, como Cacho Fontana, José María Muñoz, Nora Perlé, Carlos D'Agostino, Lidia Elsa Satragno (Pinky), Héctor Larrea o en Tucumán Jorge Bilotti, en Salta Oscar Humacata y en Santiago del Estero Juan Manuel Carabajal, no se iban a permitir una palabra fuera de lugar ante sus oyentes. De ninguna manera. En cada radio de la Argentina, desde las encumbradas hasta las más humildes, había al menos un diccionario para desasnarse en caso de ser necesario, y siempre lo es, por cierto. Y sus trabajadores los usaban.

Hasta que un día se coló la estúpida discusión sobre las “malas palabras”, con supuestos eruditos explicando lo obvio: hay palabras útiles y no son ni buenas ni malas, sirven para nombrar cosas o situaciones. Hasta avisaban la etimología de ciertos términos, como diciendo: “¿Ven que los nombro en la radio y no se muere nadie?”. Y sí, bobo, eso no estaba en duda. Porque la grosería, el descaro, la indecencia, son otra cosa. Por un lado va la exactitud en el uso de las palabras y por otro anda a los tumbos la zafiedad, la ordinariez. La cochinada, para decirlo con un término antiguo y preciso. Aquí nadie se hace el santo, todos hemos proferido un insulto al quemarnos con la olla, al patear una mesa descalzos, al toparnos con un embotellamiento. Es común y corriente y existió siempre el insulto o la injuria a los dioses, al haberse caído cuando se intentaba patear una pelota o ante cualquier otro contratiempo.

La irrupción de los medios masivos de comunicación, llevaron hacia allí el problema de las palabras malsonantes. ¿Deben los locutores hablar como un hincha cualquiera de fútbol insultando al referí o, por el contrario, tienen que mantener una atildada comunicación para no herir oídos sensibles? En los tiempos de antes, había una sola respuesta posible: como la radio llegaba a todos, se debía proteger sobre todo a los niños, quienes podrían haber frecuentado esas palabras, sin saber muy bien su significado o ignorándolo del todo. Además, se consideraba de mal gusto repetir, por dar un solo caso, las maneras de nombrar el acto sexual, propias de los proxenetas, sus pupilas y clientes. La televisión, hacedora, causante y génesis de las peores perversiones del mundo moderno, inventó el “horario de protección al menor” para supuestamente, resguardar a los chicos de alguna que otra grosería escapada de los labios de los presentadores. Pero la moda de escupirlas en todos lados ya había cundido, de tal suerte que hoy se oyen a cualquier hora, en todos los programas, vengan o no al caso. En todo caso si hay niños frente a la pantalla, sería una manera de “prepararlos para la vida”, según los conductores más conspicuos de la televisión porteña. La vulgaridad de los principales actores de la tele de los canales abiertos y cerrados —panelistas, invitados, asistentes, animadores, artistas, interlocutores, entrevistados— ha llevado a una feroz competencia por ver quién dice más groserías, si vienen al caso, bien, pero si no, mejor. Y como una serpiente mordiéndose la cola, más ordinarieces se dicen en los medios, más las repite la gente, llegando a ser, en algunos casos, una muletilla que parece insignificante o nimia por lo repetida. Tal el caso de “boludo”, equivalente al injuriante “che” de antaño, que fue perdiendo potencia expresiva a fuerza de repetirlo hasta el hartazgo. El “culiao” fue impuesto en la sociedad, por un mal boxeador cordobés, inculto y mentecato, a quien llevaron a la televisión de Buenos Aires, a un concurso de baile. Cada vez que pronunciaba la palabra, las risotadas bobas del conductor y sus panelistas resonaban en millones de televisores encendidos en la Argentina. Lo peor fue que el boxeador aquel ganó el concurso, aunque no sabía bailar, porque supuestamente miles de personas se tomaron el trabajo de votarlo. Hay que decirlo, a esa altura del round, gran parte de la sociedad ya estaba totalmente embobada por la mugre grasosa e inmunda de la pantalla. Nadie pretende a los locutores de la televisión hablando de tú, tampoco se les pide que usen correctamente los verbos en modo subjuntivo. Oiga, sabemos que es imposible sacarles el dequeísmo a muchos de ellos y que, cuando lo extirpan, no lo dicen ni siquiera cuando está bien usarlo. No nos interesa que solamente pasen música de Beethoven, Bach, Tárrega o que hablen con propiedad del conflicto de güelfos y gibelinos o que sepan quién era Juan Duns Scoto o a qué se dedicaba. Aunque no estaría mal que una sola radio en la Argentina se ocupara de estos asuntos, para la ínfima cantidad de gente que estaría feliz de oírla. Sólo nos gustaría sentir un lenguaje moderado, sin guarangadas cada tres palabras, sin las horrendas descalificaciones a quienes piensan distinto, usando injurias impronunciables. A ver si uno de estos días, comenzamos a revertir la decadencia general del mundo y no solamente de la Argentina, al menos con buenas maneras, sin usar al voleo palabras extraída de las bocas como cloacas de las meretrices de baja estofa que aparecen a toda hora en la televisión. Si nos tratamos bien, el resto no va a ser tan cuesta arriba, ya van a ver.Juan Manuel Aragón                    Leer más notas de Juan Manuel AragónTags

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