El recorrido de Tucumán al departamento Jiménez

A veces, en sueños, vuelvo a recorrer ese camino desde la casa de mis abuelos en Tucumán, hasta el campo, en el departamento Jiménez, de Santiago, sin olvidarme de una sola curva, volviendo a mirar cada uno y todos los detalles del recorrido. En ocasiones recuerdo las conversaciones de los vecinos de asiento y huelo el perfume que entraba por la ventanilla. Tengo en la memoria la voz del tipo que anunciaba salida de los colectivos: “De plataforma 12, empresa Piedrabuena, con destino a Pozo Betbeder, pasando por el Bobadal, en horario”. Salía a las 3 de la tarde en punto y, dependiendo del estado del camino, podía llegar a Sol de Mayo, a las 5 y media de la tarde o al otro día si había llovido y verguiaba en el bajo de La Mesada.
En el Mástil empezaba un camino de ripio que entonces nos parecía una maravilla y después de Piedrabuena comenzaba la tierra suelta, los bobadales, una nube de polvo cubriendo los pasajeros desde los pies a la coronilla. Recuerdo el camino y a los bravos Carlos, Dante y Gurdial Singh, que salían todos los días, lloviera o tronara, bajo el sol más impiadoso o a la vuelta, con un frío que helaba las plantas y dejaba el pago seco y umbrío. Un día iban a Pozo Betbeder y el siguiente a Las Delicias, salían muy de madrugada desde allá y estaban en Tucumán, más o menos a las 9 de la mañana.
Después pavimentaron del Mástil hasta el cruce con la vía y al tiempo hasta Piedrabuena. Hace relativamente poco, Santiago también puso pavimento de El Arenal hasta el Bobadal y quedó un pedacito enripiado, diez kilómetros, entre el Arenal y Piedrabuena. Hay quienes se quejan, pero, oiga, es una maravilla, teniendo en cuenta lo que debíamos sufrir para llegar. Carlos Singh sabía que desde la Isla tenía que tocar bocina, no tanto para avisar que llegábamos, pues casi siempre nos estaban esperando, sino porque el alma se alegraba al contemplar esos eucaliptos y el adivinado perfil de la vieja casona, detrás de unos palos borrachos y unos tarcos que plantó mi mamá. Ah, qué tiempos, amigo. La felicidad era sólo llegar y que mi abuelo estuviera esperando, detrás de él saldría mi abuela ofreciendo algo para tomar, después de semejante viaje, como diría. Y la otra gente querida, a la que he seguido viendo hasta mucho después de que los viejos partieran para el otro mundo. A esa casa no he vuelto, pienso que ahora estará habitada por tantos fantasmas antiguos, que volver sería un error, un traspié imperdonable. Me quedo con aquella que alguna vez vuelve a mis sueños blanca, luminosa, resplandeciente bajo el sol de enero.